miércoles

Marlene, la vecina soprano. 1


En uno de los balcones que dan a mi calle hay una mujer que canta ópera. Sí. La ópera está muy bien. Te invitan un día de casualidad, te emocionas desde tu confortable asiento, te sientes especial por estar presenciando algo tan único e irrepetible, te crees que es lo más bonito que tus oídos podrán escuchar jamás y eso te entristece a la vez que te alegra porque todo es muy complicado pero aún puedes seguir disfrutando y finalmente, vuelves a tu casa a cenar la ensaladilla rusa que sobró de la comida del mediodía. 
Incluso Julia Roberts, siendo aún una puta de barrio, lloró cuando Richard Gere la llevó a ver una función en su helicóptero privado.
Desgraciadamente, todo lo romántico y poético que pueda parecer este hecho se evapora una tarde cualquiera a las cuatro menos cuarto de la tarde, cuando desde ese anonimato que te otorga la calidad de vecina, te alegras tímidamente de que alguien, más desagradable y valiente que tú, grite desde otro balcón: “que te calles ya, coño”, o cuando te debates amarga y operísticamente entre tragarte todas las pastillas que te sobraron la última vez que fuiste al dentista o atravesarte los oídos con un boli bic.
Me avergüenzo públicamente de esta total falta de respeto y delicadeza al mundo del arte en general y a mi vecina soprano en particular. Pero siempre he pensado que la ópera, como muchas otras artes a las que veneramos hasta el infinito, a parte de ofrecer arte también nos venden su inaccesibilidad.  Y me parece lícito, que conste. Cualquier producto en el mercado además de ser bueno también tiene que tener una personalidad interesante, atrayente. Pero tengo mis dudas de que Julia Roberts se vuelva a emocionar tarde tras tarde tras tarde tras tarde. Sí, mi vecindario y yo hemos perdido la inaccesibilidad y nos han regalado un jodido pase vip Premium free privado, y que queréis que os diga, ha perdido todo el encanto. Y como no me gusta que eso ocurra. Os voy a contar la vida que he imaginado para ella. Seguro que pronto hay largas colas de gente ataviada con carísimos abrigos de piel y bonitos vestidos de seda, que esperan impacientes, nerviosos con binoculares en mano, para poder coger un buen asiento en mi balcón para ver a Marlene, la vecina soprano.


Marlene. Su exótico nombre, sus rasgos suaves y su pelo de un color tan ambiguo como ella, entre ceniza y cerveza, confundían a la gente sobre su raíz. Pero Marlene era de Móstoles y sus padres, y los padres de sus padres, también. Su infancia fue aburrida, demasiado para una chica como Marlene, encerrada en un Móstoles en los 70. Lo que desenvocó en una juventud prometedora, demasiado para una chica como Marlene, encerrada en un Madrid en los 80.
Su creatividad desbordaba por todos lados. Quería ser todo y a la vez no quería ser nada. Sus intereses abarcaban todos los ámbitos posibles y sus mayores preocupaciones eran la música, el sexo, la música, las drogas, la música, la política ah si, y la música. Su madre la enseñó a leer solfeo mucho antes que en el colegio la enseñasen a leer esos estúpidos cuadernillos de ortografía y lectura.
Marlene también quiso aportarle algo al mundo. Disfrutaba de una personalidad tan sumamente arrolladora que con ella pretendía ser un escaparate de sí misma. Su autopublicidad era tan efectiva con los hijos como con los padres.  Estuvo algún tiempo saliendo con Ángel Trejo. Un buen hombre. Guapo, joven y profesor de música de la Universidad Complutense de Madrid. Se había encaprichado de ella, y al igual que muchos profesores acostumbrados a profundizar en gruesos libros y complicadas teorías, olvidó el lado más práctico de la vida, esa pequeña paradoja llamada Marlene, a la que pretendía acercarse con bonitos detalles y hermosos regalos, pero de la que sin embargo, no hacía más que alejarse. 
Aquella fue una época mucho más artificial de lo que Marlene imaginaba. Continuó jugando a nada durante algún tiempo. Era un momento fácil para los soñadores que intentaban huir como ella de la mediocridad. Ignorando que tan sólo es una palabra y que no se puede escapar de una palabra sin consumir LSD o sin volverse completamente loco.
El miedo o una temida madurez no tardaron en estrellarse contra ella. Salpicando todas sus aficiones. Dejó la música y sus trapos en el armario y se envistió en su ropa de faena. Empezó como cajera de un supermercado. Su trabajo era tan creativo como el tomate frito y las salchichas Frankfurt que vendía, pero desafortunadamente, no había más opciones. Fue algún tiempo después cuando decidió escalar profesionalmente y probar suerte en los ya desaparecidos Galerías Preciados, que abrieron muy cerca de su casa.
La suerte estaba de su lado, la colocaron en la sección de ropa masculina. Allí pasaba el día mezclándose con hombres que no acudían a ella precisamente en busca de camisas, corbatas o trajes. En aquella época se volvió mucho más práctica. El sexo comenzó a ser un deporte más que practicaba sin pudor y ningún tipo de criterio. 
Marlene nunca encontró otra forma de hacer las cosas sin rozar hasta arañar la pintura de los extremos. 
Casados, solteros, jóvenes, viejos, guapos, feos, pero todos con tarjetas de crédito dispuestos a engordar las comisiones y la cama de la bonita de Marlene.

4 comentarios:

  1. Enlazador de mundos magnético18 de agosto de 2011, 6:39

    Quiero más!

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  2. Yo he tenido trillizas aprendiendo a tocar la flauta "dulce"... nunca un adjetivo estuvo tan mal puesto... por cierto las niñas se recuperan favorablemente de la paliza y dos ya están en planta.

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  3. 'Continuó jugando a nada durante algún tiempo. Era un momento fácil para los soñadores que intentaban huir como ella de la mediocridad. Ignorando que tan sólo es una palabra y que no se puede escapar de una palabra sin consumir LSD o sin volverse completamente loco.' Me ha encantado. Y si no fuera porque mi responsabilidad (qué asquerosa, bien que se ahuyentó durante todo el año y decide aparecer ahora en verano) y las 5 asignaturas que debo aprobar en septiembre me lo impiden, continuaría leyendo hasta llegar al 'final', si es que lo hay. ¿Lo hay? Bueno, tampoco me voy a enrollar demasiado en este comentario, ya que algún día tendré otro rato y podré entrar a molestar más. Por cierto, bonito nombre, y apellido. Si fueran otro tal vez te sorprendería un poco más que te dijera que me llamo (y apellido) igual que tú, pero ¿cuántas Cristinas (Cristinitas) Pérez puede haber en el mundo?

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